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jueves, 15 de octubre de 2015

La diaria prensa.





A veces no hacía falta leer la diaria prensa. Un corto caminar, un pequeño paseo por las calles era suficiente para entender el mundo y saber lo que pasaba.

Cuánta desazón. Cuán indolentes éramos. Cuántos pecados desparramados.


A menudo los primeros que paseaban por las calles, en el comenzar de todos los días, eran aquellos que lo hacían con animales con cadenas. Así era. Tenían algunos la sana costumbre, o así creían, de ser buenos amos y acudían menesterosos a sacar de los pequeños cubículos en los que vivíamos y dormitábamos, a sus encadenados seres para que pudieran expulsar sus biológicos desechos. Y así, en tan diaria y periódica costumbre, sembraban el suelo de las calles con extenso catálogo de excrementos y olorosos orines.

Cualquier palo, cualquier esquina era regada. Cualquier portal, cualquier quicio era mojado matutínamente, y entre orín y orín dejaban su montaña de alimento, deglutido, digerido y desechado.

Algunos de los paseadores acompañantes de los seres encadenados tenían a bien, con un gesto de entre urbanidad y propia vergüenza, el recoger los sólidos excrementos y lanzarlos a los contenedores de basura o a papeleras cercanas si las hubieran. Pero siempre había el que, al cobijo de la escasa luz del amanecer, del matutino rocío y el aire cargado de frescor, evitaba el enojoso y cívico gesto de recoger los desechos que su encadenado compañero depositaba sin pudor alguno en donde la naturaleza le indicase.

Una vez terminado el paseo de los acompañantes y el de los seres encadenados, éstos desaparecían tras su diaria labor hecha.

Al poco, la mayoría de los otros habitantes salían de sus casas para sus quehaceres por el mundo, e iban esquivando y evitando como podían todos aquellos regalos depositados en esquinas o entremedio de sus pasos. Si tenían la suerte de estar atentos a todas las pequeñas trampas depositadas, podían entonces llegar a su destino a salvo con las suelas de sus zapatos medio limpias. Pero aún así, los desechos desechados y no recogidos encontraban siempre a algún habitante que por las prisas o el sueño todavía no del todo roto o el ir mirando arriba en lugar de abajo, conseguían adherirse como miel a los dedos a las suelas de sus zapatos. Y así, tras notar el sorprendente y consabido cambio de textura del pisar en falso, percatábanse que el regalo había sido entregado y que ahora podían arrastrar la suela por el suelo o en la esquina de un bordillo para dejar buena constancia de que tal prenda había sido entregada en su calzada prenda.

Manchurrones y patinazos a la distancia de un paso  o dos se extendían después del encontronazo. Y allí se veía primero mierda y luego patinazo condimentado el suelo con el tamaño del pie que el paseante calzaba.

Si eras un poco observante, casi podías saber al ver aquello, si quien pisó era grande o bajo. Si pisaba fuerte o andaba rápido. Si llevaba tacón o zapato plano.

Según a la hora que la vida te llevase a la calle podías ver estas cosas u otras por las aceras, entre los portales de las viviendas habitadas o deshabitadas por el innumerable elenco y variedad de seres humanos que poblaban las ciudades.

Todos estábamos allí. En las ciudades, en los pueblos o en alejadas zonas residenciales. Pero en cualquiera de aquellos lugares podías ver, a poco que caminaras por ellos, una pequeña muestra de lo que el mundo era.
Cuando no era una mierda era un papel, cuando no incluso una pequeña moneda de tan poco valor que a nadie le apetecía recoger para no perder ni gastar energía en tan siquiera el gesto o para que otros no notarán o incluso él mismo evidenciara tal sublime afán de avaricia del gesto por un céntimo.

Anillos, diamantes, lingotes de oro, o cualquier cosa de aparente valor era rápidamente recogida de donde fuera. Seleccionado exquisitamente y a poder ser de forma rápida para que nadie pudiera ver lo que sólo tú habías encontrado tirado o dejado o caído o perdido.



Así, como digo, en un breve paseo y sin necesidad de leer la diaria prensa, podías hacerte un esquema de lo que la sociedad y el mundo era en nuestro día a día.

De cómo estaba todo lo hecho por nosotros, los habitantes de la Tierra.



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Donde no habían mierdas era por qué habían orines a cientos y si no incluso bragas o pantalones o chicles o nuestras colillas, restos que los humanos dejaban por aquí o por allá o por acullá. Podías ir a la montaña más alta que hubiera en el planeta y allí encontrarías basura o cosas hechas y dejadas por humanos. Si te lanzabas con escafandra que pudiese llegar al fondo de los mares para caminar por su lecho, allí encontrarías barco o barca o lata o plástico. Todo estaba sembrado de desechos hechos por el hombre.

Así que, con un caminar por donde fuera, podrías al poco saber que era lo que allí y en sus cercanías ocurría.

Habían hasta muertos y bombas y más muertos y más bombas dejadas por los suelos.
La gente tropezaba con ellas como con las mierdas, y salía despedido por los aires sin una pierna o un brazo a más suerte, si no ya muerto para aumentar los muertos y otras cosas a encontrar.

Los vivos, mientras tanto iban pisando lo pisado, ya fuese mierda o muerto, pues todo el suelo parecía como muerto, en el que la vida nacía y vivía si suerte o voluntad tenía.

Todas estas cosas, como digo, te daban buena cuenta de lo que en el mundo pasaba, como si fuera la diaria prensa. Mentiras arrastradas, engaños y falacias. Desazón y contubernios. Amalgama de de desechos, amalgama de tropiezos. Allí pisábamos plásticos, colillas, chicles y escupitajos. Aceites, grasas y contaminación. Desechos todos hechos por humanos. Por su forma de vivir y ser. Por su forma de comportarse y hacer. Todos nuestros pecados allí esparcidos.
Todos pisábamos la basura que el mundo cubría. Andando sobre nuestros pecados, entre nuestros pecados, rodeados de nuestros pecados.


Entre las hojas de otoño.



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